Me fui de picnic. Elegí una de mis playas favoritas, un día medio nubladete y una compañía inmejorable. Tenía ganas de meter los pies en la arena, reír hasta que me dolieran las costillas, charlar de cosas sin importancia, comparar el azul del cielo con el verde de mis ojos para morirme de celos y montar una mesa bonita sobre un mantel de cuadros en el que disfrutar comiendo con los dedos.
Un picnic no es un picnic perfecto si no tiene un mantel de cuadros y unas cajas muy muy chulas para poner la comida a modo take away. Las elegí en Selfpackaging. Tienen cosas tan bonitas que me lié el mantel de cuadros a la cabeza y elegí ésta para las chuches, ésta para las palomitas, ésta para los triángulos de maíz, ésta de postureo y ésta como florero improvisado para un ramillete que preparó mi hermana con algunos tallos que cogió de camino a la playa.
Además, puse guacamole en dos tarros, preparamos ensaladas de pasta y lo que surgiera, unos sándwiches de crudités y queso azul, patatillas y servilletas bonitas. Como soy doña detallitos, en las cajas amarillas de picnic sellé el nombre de cada uno para que todos disfrutáramos de un menú personalizado. Un sándwich hecho con amor para elevarlo a la categoría de autor y otras cosas, con las vistas de El Bulli pero sin necesidad de Ferran Adrià. En el recorrido entre el tenedor y la boca me topaba con el horizonte y eso no tiene precio.
Menudo planazo. Todo era tan bonito como sencillo. La decoración la ponía el entorno y la música el mar. Casi no había gente y en mi trocito de playa me sentía en una isla desierta. Esa que sale en las conversaciones de cuando estás a gustito y te preguntan qué te llevarías a una isla desierta. Pues me llevaría precisamente momentos como éste, un pack que no pesa porque me hace flotar.
En realidad, el picnic perfecto es aquel en el que te alimentas de lo que hay sobre el mantel de cuadros y de lo(s) que tienes alrededor. Yo me di un banquete de buen rollo y cosas bonitas.
Y tú, ¿qué te llevarías a una isla desierta?
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