Olía a mar, a pinos, a verano y a felicidad. Porque si la felicidad tuviera un aroma estoy segura que parte del perfume lo sacarían de este acantilado de la Serra de Tramuntana. Mar y montaña, territorio de artistas bohemios, bancales y vistas de cuadro. Una zona pintoresca de la que también era amante Robert Graves, que se atrevía a decir cosas como esta: «quédate sólo si eres capaz de soportar el paraíso«.
El verano para mi es improvisar, llenarme de sal, trabajar a deshoras, bañarme de noche e inventarme ensaladas. Así que este fin de semana no planificamos la que sería, hasta el momento, la mejor cena de este verano. Llenamos la bolsa de la compra con cosas para picar, algunas copas y una pizca de chocolate. Nos metimos como aventureras por un camino de árboles caídos, escuchando en dolby sound round el sonido del viento y el mar.
Al llegar allí, lo importante no era tanto si el queso gorgonzola estremecía los carrillos, o si el pan de cebolla era la pareja perfecta del humus y la sobrasada, lo importante era escuchar lo que decía mi piel de gallina que casi podía leerse en braille.
El plan no era otro que ver el sol bañándose en el mar, bailar sin sentido, reírnos hasta que volviera el eco a taparnos la boca, mojar tiras de maíz en guacamole y brindar mucho con vino por más planes como este. Porque cenar en un restaurante con vistas de infarto y platos elaborados por unas manos que chasquean magia gastronómica también me vuelve loca, pero ¿y esto? ¿qué me decís de esto?.
Cenar en un acantilado al atardecer (check). ¿Y vosotras, lo tenéis en vuestra lista de planes para este verano? Si tenéis la oportunidad, os lo recomiendo. Con planes así, el corazón palpita a ritmo de jazz.
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