Que todo se venda a granel otra vez, por favor. Los garbanzos, las espinacas, la pasta, los tomates, el arroz y los chicles. Todo excepto las sonrisas, las sonrisas que las regalen si vas a comprar con una bolsa de tela. Una sonrisa y una lechuga por cortesía de la casa, por apañada y sin pe(n)sar. Una muy grande que dure hasta que vuelvas. No os creáis que voy tan lejos. Ayer nos regalaron una lechuga en la frutería porque sí. Y eso en Mercadona no pasa.
Que vuelvan las golosinas a cinco duros y a diez, por favor, y que pueda no cansarme de llenar cada tarde una bolsa de papel con 100 pesetas de chuches. Sólo por gusto, aunque después las vaya repartiendo para endulzar la vida a los que van sonriendo gratis con una lechuga y una bolsa de tela colgando del brazo.
Mi madre tiene un huerto desde esta primavera y el gazpacho de allí sale color rojo valentino. Siempre ha soñado con plantar para comer y no hay nada como regar las cosas que anhelas para que crezcan. Ahora vive en un pueblecito del centro de la isla y los calabacines, los pimientos, los tomates y las berenjenas son de cosecha propia. Eso, más que a granel, es a kilos de amor. Ni pesticidas ni nada. Lo único que apesta es el mejunje con ajo que le echa para que no se acerque ni Drácula. Ir al huerto a recoger la cosecha con mi madre y mis sobrinos (Nara e Ismael) es el mejor parque de atracciones del mundo.
El vecino tiene un limonero y nos deja que le robemos de vez en cuando. No son bonitos pero están hermosotes y cuando los exprimes se te caen dos lagrimones. Las verduras más feas son las más bonitas, no se quitan las extensiones, ni las pestañas, ni las lentillas de colores al llegar a la olla. Son de verdad y no necesitan pasar por un casting.
Ojalá las naranjas de mi frutero nunca sean perfectas, las patatas estén sucias, las berenjenas pinchen y que de los huevos salgan tortillas tan amarillas que no sepa si están en ámbar.
¿No os parece lo mejor del mundo? Ponedme cuarto y mitad de comentarios para cuando vuelva.
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