Muchos fines de semana los paso en casa de mi madre, en un pueblo en el interior de la isla. Está a 30 minutos de mi casa y lo pasamos entre el huerto, la playa y la cocina. En casa, cada día es fiesta porque sí y planificamos banquetes con excusas absurdas para celebrar algo siempre. Celebramos que nos levantamos tarde, que el cielo está lleno de estrellas, que mi sobrino ha aprendido a nadar, celebramos que corre la brisa, que también viene mi hermana y mi hermano y mi sobrina que vive en Noruega. Celebramos que las gallinas ya no se comen los tomates, que hay huevos camperos en el mercado y que huele a jazmín.
Siempre lo celebramos todo alrededor de la mesa. Y el último banquete en casa de mi madre fue este de huevos fritos camperos, con patatas y gambas al fuego de leña. ¡Oh, qué maravilla tan simple!.
Mi Petita es una experta en cocinar al fuego de leña, hace las mejores paellas que he probado y regula la llama como si fuera un fogón. Así que yo me puse a quitarle los pelos a las gambas, mi cuñada corto las patatas gorditas y mi hermana hacía de pinche con una mano en la mesa y los ojos puestos en la guía de Tailandia. Se va mañana, la muy… guapa.
¿Receta? Para mí, el ingrediente clave de este plato es la leña. El sabor que le da es indescriptible. La leña y la calidad de los productos. Los huevos camperos de verdad, de esos que vienen con plumas pegadas y la cáscara sucia.
Nosotros nos sentamos a la mesa y siempre empezamos la comilona con una ovación al grito de ‘¡un aplauso para la cocinera!’. Porque siempre hay excusas para celebrar con huevos fritos y lo que sea. Ya lo decían las abuelas si nos quedábamos con hambre, ¿te frío un huevo?.
Pues eso, ¡no nos quedemos nunca con hambre de celebrar!
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