Cada sábado, en casa, había salmonetes crujientes como el hojaldre para comer. Cada sábado, sin excepción, hasta que llegué a la adolescencia recuerdo ir con mi madre al mercado para comprar salmonetes frescos y algo para acompañar. Salmonetes, verdura, el fondo de la paella del domingo y algún que otro capricho que le pedía tirándole de la falda. Allí descubrí que al limpiar el calamar había que pedir que guardaran la tinta porque aquella acuarela natural hacía de muchos platos verdaderas obras de arte.
Allí nos tenías, a las tres Marías, revoloteando entre los puestos de pescado del Mercado del Olivar en Palma mordiendo una zanahoria cruda o comiendo guisantes tiernos. Mi hermana era la de los guisantes tiernos, a mí por aquel entonces me daban dentera y casi prefería más meter el dedo en un buen tarro de mermelada que cualquier otra cosa. Ahora, en cambio, recuerdo los guisantes tiernos con papada ibérica que comí hace unas semanas en el restaurante Dos Cielos (Madrid) y se me caen dos lagrimones, ¡qué cosa tan rica!
Me acuerdo de aquellos sábados de mercado como si entrase en una juguetería, en una piscina de bolas, en Marineland, Aquapark o como si me hubieran dado nosecuántas monedas para montar en los coches de choque, ¡qué disfrute tan simple! Esa sensación se repite ahora cada sábado que voy al mercado, allí me siento desenvuelta y a gusto, como si fuese ‘casa’, como cuando miro el mar.
El sábado pasado Jaime y yo estuvimos en el mercado con la idea de comprar algunos ingredientes para hacer un arroz de pescado. Compramos rape, gamba arrocera, judías verdes, calamares (claro, le dije que me guardara la tinta para hacer alguna obra de arte), arroz bomba, pimiento rojo, tomate y pescado de sopa para el caldo. Teníamos el mapa del plan del domingo trazado e íbamos a aprovechar este arroz de pescado para descorchar una botella de Beronia que teníamos en casa, un verdejo de rueda con aroma a flores, a hierba fresca, a frutas e hinojo. Un vino ideal para acompañar arroces, pescados y quesos entre otros platos.
Sofreímos el tomate y las verduras, las gambas y el calamar. Nos servimos una copa de vino mientras sonaba esta canción. Desde la ventana de la cocina se ve un poquito el mar y me quedé embobada sintiendo la brisa salada hasta que el chisporroteo del sofrito me bajó de nuevo a la tierra o me subió al cielo, no sé… ¡Cómo olía la cocina! Esta fantástica liturgia nos llevó a la mesa, con la sartén sobre el mantel y los cubiertos haciendo un redoble de tambores.
“El rape es el pollo del mar”, esta fue una de las frases que solté en la mesa al probar el arroz. ¿No lo creéis vosotros? El rape es el pollo del mar, con esa textura tan carnosa y ese sabor tan neutro. Al arroz, por cierto, le pusimos una pizca de cúrcuma en polvo, siempre le pongo cúrcuma para que salga un poco más bonito y (en realidad) un poco más como le sale a mi madre. Así, si tiene el mismo color, me creo que lo preparo tan rico como ella pero que va, es sólo un espejismo. El suyo me lleva muchos sábados de salmonetes de ventaja, muchos días en el mercado, muchas tintas de calamar, muchos fondos de paella. A lo que no me gana (por ahora) es en la elección del vino.
Si el domingo vais a preparar arroz de pescado, hacedme caso, servíos una copa de Beronia mientras preparáis el sofrito después de ir al mercado (a ser posible con mamá). Esta es la varita mágica de toda liturgia dominguera.
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