Viajar en coche por Italia

La taza es blanca, de forma irregular, con unas salpicaduras de pintura en tonos azules. Estoy removiendo el café con una cucharita dorada. Remuevo y miro a ningún sitio, están hablando a mi alrededor en esta sobremesa —no conmigo— y yo utilizo ahora ese ruido blanco para estar un rato en mi. Movimientos rítmicos de la cuchara y la vista suspendida. Tengo ganas de volver a viajar, pienso. Y en el archivo de mi memoria se abre la carpeta del último viaje, en septiembre recorrimos Italia en coche. Play.

imagen vía Pinterest

Han sido unas vacaciones de primeras veces. Y es probable que todavía viva otras primeras veces, pero nunca una primera vez viendo el mar ondear como una bandera inmensa plateada y blanca, suave en el centro y afiligranada como la puntillita de un huevo en los extremos, entrando al puerto de Toulón. Comer pesto de verdad —allí donde nació— en Il Genovese; los callejones del Puerto Antico, los pórticos creando emes por toda la ciudad, aquellos letreros de luces de alambre y los piu bel.los palazzos de la Vía Garibaldi.

Surfear las carreteras de la Cote Azur. Seguir y cabalgar kilómetros y kilómetros viendo como el mar y la montaña enredaban sus cuerpos, uno en el otro sin descanso, jadeando una belleza imposible hasta casi cambiarle el nombre a la región.

Enamorarme de la diminuta península de Portofino.

Visitar cinco pueblos —preciosos— llenos de hormigas. Yo también era una hormiga. Les Cinque Terre, cinco pueblecitos pesqueros dibujados con casas de colores como piezas de Lego colocadas sobre las colinas hasta el mar. Cinco paisajes pintorescos: un cuadro lleno de hormigas. Una fila —o dos o tres— de hormigas desfilando por todas las calles del cuadro, ennegreciendo los ocres y magentas, el azul, tiñéndolo todo.

Aquel helado de mascarpone e fichi, todas esas sombrillas bicolores perfectas, el cono de pesce en la friggitoria de Monterosso. Comer foccacia crujiente, di riso, para cenar, para merendar, para desayunar.

Entrar por primera vez a Venecia. Desde la Piazzale Roma hacia el Hotel Santa Chiara. Cambiar el asfalto por agua, los autobuses por barcos y surcar por todos aquellos caminos inundados de un mar verde y calmado. Comer de manera furtiva bacalao mantecato en un callejón, el primer San Bitter y aquella carrera del autobús a la acera sintiendo la lluvia caer como mil millones de cubos repletos de agua volcándose juntos. Como si la misma Venecia se diera la vuelta, sacudiéndose.

Vivir el ambiente nocturno de las calles del Quadrilatero de Bolonia —para mí el Osaka de Italia. Si aquella era la ciudad del kuidaore, esta es La Grassa. Callejuelas interminables burbujeando perfumes gastronómicos suaves y ligeros, toda la ciudad en la calle, todos masticando algo. Mi primer ragú donde nació el ragú. Mortadela de Bolonia, squacquerone y unos discos de masa como la palma de mi mano, finos, morenos y esponjosos con los que abrazarlo todo y llevármelo a la boca.

Bañarme en el Lago di Garda y recorrer Sirmione en bicicleta. Comer casoncelli en Bérgamo y doblarme los tobillos en sus adoquines. Ver rascacielos en Milán y saber cuál sería el mío, si alguno pudiera ser mío; el de las plantas. Dormir en la antigua fábrica de la Seat en Turín, comprar en el Coop, comer vittello tonnato en el barrio de San Salvario.

Entrar en un Eataly y no querer salir nunca de Italia.





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