La reunión se había alargado casi hasta la hora de comer, en mi nevera había grillos cantando y no tenía demasiadas ganas de cocinar. Salí al súper de al lado de La Ofoodcina con los ojos muy abiertos, la voz de Buenafuente improvisando en mis airpods y una bolsa de tela vacía como un sobre de papel colgando del brazo. Paseo tranquila por los pasillos del supermercado como quien entra en Zara a ver qué podría sentarle bien. Los tomates rosas me estaban pidiendo que les cogiera en brazos, y eso fue lo primero que metí en la bolsa.

Después cogí la remolacha entera cocida, un bote de aceitunas negras cortadas, la burrata, un paquete de sardinas marinadas y al lado estaba el bacalao ahumado que más tarde super que era el bizcocho del pastel.
Ya tenía los cimientos y ventanas de una ensalada de tomate, tierra y ahumados que había ido construyendo sobre la marcha. ¿Tierra? Sé que te lo estás preguntando. La remolacha tiene un breve regusto a tierra, pero lo suficientemente efímero como para que su textura suave no nos haga creer que estamos cogiendo un puñado de la maceta.
Y casi llegando a la línea de cajas, cogí un bote pequeño de alcaparras, otro de maíz mini y un ramillete de cilantro fresco. El pan de trigo cien por cien integral entró el último en la bolsa, para empujar.
Todavía no había salido de allí, pero ya tenía la comida lista. Sólo había que cortar los ingredientes y aliñarlo todo con un generoso chorro de aceite de oliva y un poco de pimienta.
De la nada salen todos que una nunca se espera.
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